Utopía Distópica

Fernando Alés.

Abril/24.

 

 

Hace ya algunos años, bastantes diría. Yo tenía la ingenua ilusión de que con el nuevo siglo. El siglo XXI. La era de Acuario, con un mundo lleno de paz y armonía.  Y que todo cambiaría. Nada más lejos de la realidad. Estábamos saliendo de una dictadura todavía y empezábamos a enhebrar los principios de una democracia.

 

Yo me había criado en un mundo relativamente tranquilo, en una república federal, lejos y ajeno a lo que aquí se vivía. De mi país solo se oía hablar de vez en cuando del Real Madrid, o se escuchaba algún pasodoble en la radio.

Tampoco tenía esa conciencia política, de preocupación por los temas sociales. No sabía nada de eso, ni tenía edad para saberlo.

Después de vivir unos años integrado en la cultura teutona, volví con mis padres a la tierra que me vio nacer. 

No fue un cambio muy traumático, pero sí hubo diferencias culturales y de costumbres. Pero me pude adaptar bien, probablemente debido a mí todavía corta edad.

Estábamos en la década de los sesenta, y aquí se respiraba miedo y sumisión, por una parte, y precaución y silencio por la otra. Los grises ya se preocupaban de que todo fuera gris.

Una hostia, una visita a la Dirección General o algo peor estaban a la orden del día. Así era nuestro día a día en este mundo tan distópico, respecto a la libertad y el pensamiento libre, donde la norma obligada era acatar los dogmas del nacionalcatolicismo sin rechistar, en una sociedad gobernada con mano de hierro que inducía al miedo y a la ignorancia.

En este ambiente y a falta de otras opciones, mi vida consistía en ir al colegio y aprender los ríos de España, las virtudes del alzamiento nacional y jugar con mis amigos a la pelota con cualquier cosa, porque para un balón de reglamento no había.

Y después descubrí lo mejor que pude descubrir, la lectura.

Leía casi todo lo que caía en mis manos, desde folletos, tebeos, hasta mis primeras obras literarias. Lo hacía “motu propio”, puesto que, en los planes de educación de la época, no se contemplaba la lectura como algo necesario para nuestra educación.

Esta nueva afición me hizo desarrollar la imaginación y descubrir un mundo infinito; el pensamiento propio.

Como digo, empecé leyendo lo que caía en mis manos, y poco a poco descubrí que había otro mundo muy diferente al mundo en que vivía. 

Enfoqué mis lecturas inicialmente hacia la parapsicología, la astrología, la ciencia ficción y cuando tenía ocasión, en autores no muy correctos con los gustos de la época, que hablaban de hombres libres y sociedades justas.

Y con esta amalgama de gustos literarios, creé mi personal forma de pensar. Ya tenía criterio, imaginación y capacidad para imaginar una sociedad diferente a la que se me imponía desde el poder fáctico. Una sociedad totalmente utópica, para ese momento. Porque pensaba el hombre no es solo un saco de huesos y carne abocado a pasar por esta vida como cacho de carne con ojos, como se decía en la época. Pensaba que el hombre tenía el derecho y la obligación de aspirar a metas más elevadas, a la libertad, en una sociedad justa, donde todos tuviéramos cabida, con los mismos derechos y obligaciones. Que nuestra vida gris empezaría a ver la luz. Que todo esto cambiaría. Solo algunos consiguieron salir de ese cliché, siendo héroes para unos y villanos para otros.

El dictador no era inmortal y el nuevo siglo estaba a la vuelta de la esquina.

El sátrapa murió en mil novecientos setenta y cinco, y con eso la sociedad cambiaria. ¡Íbamos a entrar en una democracia!

Pasó el tiempo y la sociedad cambió. 

Ya se podía hablar. Ya había libertad. Libertad sin ira; que cantaba Jarcha.

La deseada utopía estaba más cerca…

Pero todo estaba orquestado, los poderes eran los que había antes, solo que con otra máscara. Los grises, seguían siendo grises, los picoletos seguían siendo picoletos y el señor cura todavía tenía su parcelita de poder sobre lo divino y lo humano. Y de vez en cuando soltaba alguna hostia fuera de la comunión. El dinero y el bienestar estaban en las mismas manos que antes. Hubo un pequeño Mayo Francés; la movida madrileña. Un soplo de libertad, de rebeldía cultural, potente para la época. Pero que se diluyó en el tiempo, como se diluye un aroma floral en un recipiente lleno de vinagre. La gente de bien, tenía bien sujeta las riendas, y para no desbocar al caballo, tiraba con sutileza para hacernos frenar, sin que nos diéramos cuenta.

Si, hubo elecciones y más elecciones, y después más, hasta nuestros días. La sociedad avanzaba hacia el socialismo. Pero ese socialismo también se diluyó en puertas giratorias y consejos de administración. Defraudó y vendió las ilusiones que se depositaron en él, por un puñado de monedas. Eso unido al desencanto, nos ha llevado a donde estamos.

A ser la sociedad conformista, que somos. Del sálvese el que pueda y él; si no puedes con tu enemigo únete a él (Aunque sepas que no es en igualdad. Has renunciado a tu lucha, por lo tanto, te rindes incondicionalmente a sus reglas). Ahora nuestra concepción de la felicidad es el consumo, quizás para negar nuestra frustración, nuestra incapacidad para conseguir objetivos más elevados. 

Se acabó la utopía de unos pocos, para volver a la distopía que nunca nos abandonó. Algunos, solo unos pocos seguimos con nuestra ingenuidad, creyendo que todo esto quizás cambie algún día. 

Nuestro mayor defecto es pensar, tener criterio, cuestionar dogmas, soflamas, y mensajes interesados en contra de nosotros, y en contra de los que han cambiado alineación por represión, para estar ahora alineados por conformismo y desidia. 

Aún nos queda predicar en el desierto, pero más por convicción personal, que por creer que tenga un calado suficiente para cambiar el mundo. Nos lo debemos a nosotros mismos, por dignidad y por coherencia. Y a quien quiera recoger el testigo.

Leer me dio la capacidad de pensar y no reniego de ello, a pesar de saber que un pensamiento de progreso, en estos días lleva a la frustración.

Quizás no sea más inteligente por pensar, pero de lo que estoy seguro es que no me ha hecho más estúpido. Me niego a formar parte de un rebaño feliz que pasta en los verdes prados de su amo, hasta que este decide convertirlo en chuletas, una hermosa paletilla y en un fino blazer de pura lana virgen.

Prefiero ser la oveja negra de carne dura y lana tosca. O quizás mejor, en una cabra montesa, libre que arremete contra todo aquel que pretende domesticarla.


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