Laika, ladridos al firmamento.
Armando López Murcia.
Noviembre/24.
Era afable y la que respondía con mayor tranquilidad a los sobreestímulos y a ser confinada en espacios cerrados durante los ensayos. Le pusieron varios nombres como “Limoncito”, “Ricitos” y aquel con el que pasó a la historia, “Laika”, que significa “ladradora”, a pesar de su carácter apacible.
En la historia de la “carrera espacial” hubo, y hay, un nombre muy destacado entre los de decenas de cosmonautas que, en las últimas siete décadas, han visto desde bien arriba esa bola azul que llamamos Tierra. Era rusa y se llamaba Laika -como cantaba Ana Torroja en aquella conocida canción que los “Mecano” le dedicaron en 1988-, y tuvo la desdicha de nacer y crecer -poco- en aquel “paraíso” comunista que manejaba con mano de hierro Nikita Khrushchev, un señor que cuando se ponía a golpear cosas con un zapato se quedaba solo.
“Ella era una perra muy normal”, que “pasó de ser un corriente animal a ser una estrella mundial” cuando los científicos espaciales soviéticos la lanzaron a ese estrellato -y al otro, literalmente- en mitad de aquella alocada competencia ruso-americana por el dominio de lo que es la estratosfera (hasta el infinito y más allá, Buzz Ligthyear dixit), tanto por sus potenciales aplicaciones militares como por sus efectos sobre la opinión pública de uno y otro lado. La verdad es que la URSS quería espiar a Estados Unidos como Estados Unidos espiaba a la URSS desde sus bases de Turquía y Afganistán, desde las cuales partían los aviones U2 con poderosas cámaras fotográficas que regresaban con datos vitales sobre instalaciones soviéticas, clima, hidrografía, cosechas, despliegue militar y demás. La verdadera causa de la competición por la supremacía espacial fue el espionaje, y no el cuento que se vendió al mundo de una conquista estelar para el progreso de nuestra civilización. Andrei Nikolaievich Tupolev, padre de la aviación soviética, convenció al presidente para el desarrollo de una industria espacial que permitiera espiar por satélite a los americanos, dado que los rusos no podían instalar una base militar cercana a Estados Unidos, lo que pretendieron con Cuba en 1962 y terminó como terminó.
Nikita Khrushchev secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, entre 1953 y 1964.
Eso fue lo que hubo detrás del vuelo de Laika, un viaje en mitad de aquel potaje tensionado de bloques, de guerra fría y de amenazas de misiles y de botones rojos, en el que la cuestión de mandar coheticos a la Luna y alrededores tenía un claro objetivo estratégico-militar, un componente importantísimo de propaganda política, y muy poco de un verdadero interés por hacer avanzar a una Humanidad empeñada, y ahí seguimos, en convertir también en basura los planetas, asteroides y demás sideralidades que rodean este estercolero en el que hemos convertido nuestra casa. Entre unos y otros, hemos mandado ya de excursión por nuestro sistema solar tanto cacharro y artilugio que a nuestro alrededor orbitan, ingrávidas, millones de toneladas de chatarra sin control que ponen en peligro las misiones actuales y futuras. Antes de subirse al cohete, a los astronautas les pide la Guardia Civil que les enseñen los papeles del seguro a todo riesgo en vigor. Porque esto lo hemos hecho como lo hacemos todo, usando los descubrimientos para satisfacer nuestro hoy y nuestro ego, con el cortoplacismo que nos impide ver más allá de nuestras narices, sin saber cómo se soluciona el impacto del uso de lo utilizado ni qué hacer con los derivados nocivos de su funcionamiento.
Las aspiraciones espaciales rusas no son exclusivamente una obsesión bolchevique, ya en el siglo XIX, en la época de los zares, Konstantín Tsiolkovski, describía el concepto de cohetes con múltiples etapas.
El caso es que la pobre perrilla, sin saberlo y sin que nadie le preguntara, presentó su candidatura a mártir churruscado de la astronáutica desde el mismo momento en que fue preseleccionada como el posible tripulante astral en el que luego se convirtió, al ser finalmente escogida, entre otras opciones igualmente caninas, tras ser amaestrada a tales efectos. Y eso le vino a costar el pellejo cuando la nave en la que viajaba se convirtió en un microondas gigantesco con el termostato jodido y descontrolado a nivel megacabronada. De esa forma, aquella simpática Laika, disciplinada en los ensayos y adiestramientos, con pinta de espabilada y con ojillos vivaces, que soportaba con especial docilidad y paciencia los batidos a los que los técnicos la sometían en espacios asfixiantes, demostró que los seres vivos podían seguir siéndolo en el espacio, aunque fuera por poco rato; y lo hizo a costa de fundirse como un cubito de hielo sobre la arena del Sáhara, obteniendo con ello el cuestionable honor de ser la primera criatura terrícola en llegar tan allá arriba (si no tenemos en cuenta algún experimento previo con moscas de la fruta) a pesar de que la fiesta se cerrara, para su desgracia, con una fondue que la iba a tener por única invitada. Porque también le cupo el no menos dudoso premio de ser el primer ser viviente en morir en órbita terrestre. Lo que viene siendo tener una suerte perra. Las autoridades comunistas mantuvieron durante cuarenta y cinco años en secreto las verdaderas causas de su muerte. Y una vez destripado el final del cuento (“spoiler” se le dice ahora, que nos hemos vuelto tontogilis del todo), sigamos desgranando algunos otros detalles del asunto que, a lo mejor, incluso le resultan interesantes a alguien.
Concretamente, estamos en 1957. Próximos a las celebraciones en la U.R.S.S. con motivo del cuadragésimo aniversario de la revolución bolchevique. El 4 de octubre, los soviéticos habían conseguido poner en órbita el “Sputnik 1”, el primer satélite artificial de la historia, que era un artefacto poco mayor que una pelota de playa, de unos sesenta centímetros de diámetro, de ochenta y tres kilos y que portaba instrumentos para tomar temperaturas exteriores e interiores. Además, llevaba cuatro potentes antenas y dos fortísimos transmisores de radio que, para mayor recochineo soviético y con muy mala leche, emitían cada poco un sonoro “bip-bip” intencionadamente audible en los centros astronáuticos de unos humillados americanos que, además, podían ver desde tierra, sin demasiada sofisticación de medios, los destellos del aparato en el cielo nocturno. Un golpe sensacional que asombró al mundo y que fue un jarro de agua fría para Washington. Cuando le preguntaron a un científico americano sobre lo que esperaba hallar Estados Unidos en la Luna en caso de conquistarla, el tipo, decepcionado, contestó: “Rusos”. Así que, soviéticos, 1; americanos, 0. Sin embargo, aquello no era suficiente ante la necesidad de seguir sacando pecho de un Khrushchev arrebatado por el éxito, que quería un golpe de efecto magistral para alardear de supremacía frente al enemigo capitalista, y dejarlo así, de paso, en un absoluto ridículo. Y fue a por ello. Y ordenó el lanzamiento urgente de un segundo “Sputnik” para que estuviese en órbita el 7 de noviembre. Aunque lo que ansiaba era apuntarse el tanto definitivo de enviar a una persona al cosmos, eso era aún peligrosísimo. Los sistemas de soporte vital de las naves no eran todavía demasiado fiables, se desconocía bastante acerca de los efectos de un viaje espacial para el cuerpo humano y, además, si un astronauta muriese en la misión el efecto propagandístico hubiera sido todo lo contrario a lo que se buscaba. El ingeniero espacial Serguéi Koriolov hizo el trabajo. Había pasado seis años de su juventud preso en un gulag siberiano durante el mandato de Stalin, tras lo cual fue reincorporado a la élite científica y, nombrado diseñador jefe del proyecto espacial soviético, se encargó del desarrollo de los satélites. Buscando hacer méritos, presionado por el honor nacional y halagado por la entidad del encargo, no tuvo ningún tipo de óbice moral para saltarse lo de recuperar al animal tras su periplo por el firmamento, adaptando la cápsula para el viaje sin retorno de un perro, lo que se realizó con la celeridad máxima exigida desde las altas instancias y como alto secreto.
En realidad, lo de subir un bicho a un cohete y arrimarle el mechero no era una idea nueva, por supuesto. Dado que, de momento, era inviable poner en órbita a un paisano, a los rusos no les había quedado otra desde tiempo atrás que pensar en la posibilidad de usar tripulaciones no humanas con las que hacer pruebas, y venían ensayando -con éxito, que conste- vuelos suborbitales en los que los viajeros eran perretes. De hecho, desde 1951 la URSS había lanzado doce perros en vuelos suborbitales balísticos con fines científicos. Para todo ello, los investigadores del programa espacial habían creado un centro de entrenamiento canino para preparar ejemplares muy concretos, que no pesaran más de seis kilos, que no midieran más de cuarenta centímetros y, sobre todo, que no conociesen otra cosa que el frío de las calles; se supuso que soportarían mejor los duros adiestramientos a los que se les sometería -nivel tortura- al estar acostumbrados a condiciones de vida adversas y tener un sentido más desarrollado de la supervivencia.
El 4 de octubre, los soviéticos habían conseguido poner en órbita el “Sputnik 1”, el primer satélite artificial de la historia.
Serguéi Koriolov, ingeniero aeroespacial soviético, que es considerado como el fundador del programa espacial de la URSS.
Ahora sólo quedaba trasladar ese patrón usado en lo suborbital para vuelos orbitales, pero había que apresurarse porque no podían existir retrasos. Ya se ha dicho que las órdenes del Kremlin eran directas, tajantes e incuestionables. Había que llevar a cabo la misión en noviembre, sin tiempo para ultimar la nave recuperable que se estaba preparando. Eso forzó a utilizar un nuevo “Sputnik” -ya que el anterior había funcionado satisfactoriamente- pero con la particularidad de que Koriolov lo estaba adaptando en tiempo récord para lo de lanzar un perro al espacio exterior, un nuevo desafío para agrandar el éxito anterior y desesperar aún más a los de Cabo Cañaveral. Se sabía que, como sucedió con el primero, el chisme ardería al reentrar en la atmósfera. O sea, que el desafortunado can que fuera elegido para volar quedaría, al fin y a la postre, como la ceniza de un puro. O ni eso. Desde el principio estaba planificado, con alevosía y con el rollo ese de “por el bien de la Ciencia”, que el can tripulante disfrutara sólo viaje de ida garantizándole, eso sí, que lo iba a pasar “de muerte” en el trayecto. Y que iba a estar calentito, sin duda.
Laika, era afable y la que respondía con mayor tranquilidad a los sobreestímulos y a ser confinada en espacios cerrados durante los ensayos, por eso fue elegida para la gran aventura, ante el resto de candidatos.
El equipo sabía que iban a enviarla a una muerte segura. Algún científico tenía sus reticencias éticas, pero no había lugar para la disidencia en aquel régimen ni opción a no someterse a lo ordenado.
Tras semanas en las que los animales fueron sometidos a pruebas de gravedad, de exposición extrema a decibelios y luces, de adaptación a espacios sumamente pequeños, y de estrés causado por ruidos y vibraciones en centrifugadoras que asemejaban la aceleración y los ruidos del cohete en el momento de su lanzamiento, sólo tres perritos aprobaron las “oposiciones”. El entrenamiento incluyó la alimentación con un gel de alto valor proteico: su única comida en el espacio. Finalmente, ”Mushka” y “Algina” se quedaron sin plaza frente a otra perra, mestiza de husky y de terrier, de dos años cercanos a los tres, y que había sido localizada vagando por Moscú. Era afable y la que respondía con mayor tranquilidad a los sobreestímulos y a ser confinada en espacios cerrados durante los ensayos. Le pusieron varios nombres como “Limoncito”, “Ricitos” y aquel con el que pasó a la historia, “Laika”, que significa “ladradora”, a pesar de su carácter apacible. El equipo sabía que iban a enviarla a una muerte segura. Algún científico tenía sus reticencias éticas, pero no había lugar para la disidencia en aquel régimen ni opción a no someterse a lo ordenado. Y, por supuesto, había que pasar de puntillas sobre el hecho de que la perrita iba a ser “ninot no indultat”; las informaciones oficiales de aquellas semanas la venían presentando como una heroína, como una verdadera “luchadora de la Revolución” ante un pueblo sometido, pero orgulloso de cada uno de los logros de la U.R.S.S. y que en pocos días había cogido afecto al animalillo. De manera que Vladimir Yazdovsky, el médico militar director de los entrenamientos -quien dijo de Laika que era tranquila y encantadora- quiso hacer algo bueno por ella ante su escasísima esperanza de vida y decidió regalarle un poco de felicidad llevándola a su casa para que jugara con sus hijos durante la noche previa a su viaje hacia el cosmódromo de Baikonur (en el actual Kazajistán).
El “Sputnik 2” constaba de un cohete y la cápsula en la que iría la perra como “tripulante”, aislada térmicamente del exterior y protegida por paneles contra la radiación. Laika tuvo su traje espacial, un arnés que se exhibe hoy en el Museo Memorial de la Cosmonáutica de Moscú y del que, cuando se lanzó su imagen a nivel mundial, se argumentó que iba a servirle para eludir las molestias de la ausencia de gravedad. Antes de colocarla en el “Sputnik” el 31 de octubre -tres días antes del inicio de la misión-, una breve cirugía sirvió para conectar, sujetos a las costillas, los cables que medirían su pulso y su presión arterial, ya en el espacio, El frío era intenso, así que usaron una manguera conectada a un ventilador para mantener caliente el contenedor del satélite. Uno de los técnicos que preparó la cápsula para el despegue reveló: “Después que pusimos a Laika en el contenedor, y antes de cerrar la escotilla, le besamos la nariz y le deseamos buen viaje, aunque sabíamos que no iba a sobrevivir”. Las últimas fotos de Laika viva la muestran con su arnés, de pie, con las orejillas alzadas en alerta, confiada; o ya acostada, con esa especie de sonrisa picarona que parecía mostrar siempre. Siguiendo con la pantomima y dada la expectación nacional y mundial ante aquel acontecimiento tan extraordinario, se difundió que en cabina había comida y agua suficiente para todo el viaje.
Y llegó el día del lanzamiento. La tarde del 3 de noviembre (las 7.22, hora de Moscú)… ¡Perro para arriba! Aquel satélite perruno despegó con la misma intención con la que los alemanes habían enviado las moscas de la fruta anteriormente mencionadas. Pero nunca se había mandado un mamífero antes.
Durante las tres primeras órbitas -cada una de unos 100 minutos de duración- el funcionamiento del satélite pareció ser completamente normal. Sin embargo, aunque la punta cónica de la nave se había desprendido con éxito, la otra sección de la nave, el “Blok A”, no lo había hecho, lo que empezaba a provocar fallos en el sistema térmico. En la cuarta vuelta se empezó a jorobar el invento y la temperatura empezó a aumentar. Laika, probablemente por el pánico que debió sentir y, seguro, por la hipertermia que le provocó la subida de grados en el interior de la cápsula, sufrió la aceleración extrema de su ritmo cardíaco, que se fue hasta el triple de lo normal, hasta que le petó la patata y la palmó “. Habían pasado, como mucho, siete horas desde el lanzamiento.
El satélite aún se mantuvo en órbita, con el cadáver canino dentro, durante algo más de cinco meses, hasta que el 14 de abril del año siguiente se desintegró al precipitarse a la atmósfera terrestre. Los registros que había enviado la misión proporcionaron datos que resultaron ser más positivos de lo que, en principio, se esperaba. O sea, que las cosas fueron bien para todos menos para Laika.
Aunque se sabía de antemano que no regresaría viva, pretendiendo evitar el rechazo de una sociedad para la que aquella perrita se había convertido en un icono, se sostuvo al principio que volvería al planeta por medio de un paracaídas y que, de no ir bien las cosas, el “Sputnik 2” llevaría un equipo para eutanasiar cuando el oxígeno empezara a agotarse, dado el caso.
“Después que pusimos a Laika en el contenedor, y antes de cerrar la escotilla, le besamos la nariz y le deseamos buen viaje, aunque sabíamos que no iba a sobrevivir”
En consonancia con esto, sabiéndola muerta ya a las pocas horas, el Partido y las autoridades soviéticas no tuvieron pudor alguno en alargar ficticiamente su vida una semana inventando datos y anécdotas del simpático animal, que ya no existía. Se contó que habían registrado sus signos vitales durante, al menos, seis días. Y hasta se dieron partes sobre el viaje, se comentaron peculiaridades sobre la gelatina que la alimentaba y sobre el agua que le suministraban, sin falta, unos dispensadores automáticos sofisticadísimos y avanzadísimos. Cuando no hubo más remedio que desvelar que el animalito las había diñado, se vendió la moto de que, efectivamente, había muerto por falta de oxígeno en lo que había sido un deceso sin dolor e, incluso, que la ración de alimento prevista para la séptima jornada contenía un potente veneno para procurarle una muerte instantánea. Incluso se afirmó que se la había eliminado para evitar sufrimiento por las radiaciones solares al haberse detectado que le estaban afectando. Todas estas milongas no eran otra cosa que vaselina para contentar al personal y ocultar el drama ético subyacente. Una mentira absoluta. Propaganda pura.
Sello postal rumano de 1959 con la imagen de "Laika, primera viajera espacial"
Sólo después de la desintegración de la Unión Soviética, los científicos participantes desvelaron la verdad. Más de treinta años después de aquello, Oleg Gazënko, uno de los responsables del programa, entre remordimientos por la decisión de haber enviado al espacio a Laika, manifestó: “Cuanto más tiempo pasa, más lamento lo sucedido. No deberíamos haberlo hecho... lo que aprendimos de esa misión no fue suficiente como para justificar la muerte de la perra”.
Monumento a la perra Laika
"Héroe de la URSS"
Aunque aquella inmolación fue objeto de algunas -muy pocas- críticas, en aquel momento la atención estaba centrada en la carrera espacial y el objetivo había sido logrado. La comunidad científica en general no mostró demasiada preocupación por la muerte de la pobre chucha, considerándola como necesaria para el progreso. El 11 de abril de 2008 se inauguró en el centro de Moscú, un monumento en su honor en el que nunca faltan flores. Está cerca de un centro comercial colindante al Instituto de Medicina Militar, el lugar en el que empezaron los primeros experimentos con perros de los que formó parte. Es una figura de bronce de dos metros de alto representando uno de los segmentos de un cohete espacial que toma la apariencia de una mano humana y en cuyo centro de la palma está la perrita en pose de alerta. Igualmente, aparece en lugar destacado en el gigantesco monumento situado en Moscú (107 metros de altura) y erigido en 1964 para honrar los logros soviéticos en la exploración espacial en el que pocos saben reconocer en las efigies a los insignes astronautas pioneros soviéticos pero cualquiera conoce, cuando llega a la esquina donde se encuentra y en la que se agolpan decenas de visitantes constantemente en busca de una foto, a quién representa el retrato canino que aparece en un medallón. Laika, inolvidada e inolvidable, frente a los estafadores Khrushchev y Koroliov, de nulo, cuando no infausto, recuerdo.
Tras lo sucedido, todos los vuelos espaciales fueron diseñados para recuperar a sus tripulantes no humanos y las posteriores misiones con perros fueron realizadas ya con naves preparadas para ello. Otros ocho canes fueron enviados al espacio en los diez años siguientes. Sobrevivieron todos menos dos, “Mushka” y “Pchyolka”, en 1960, en el sexto “Sputnik”, porque los soviéticos perdieron el control de la cápsula durante la maniobra de reentrada en la atmósfera y, para evitar que los países rivales se hicieran con los datos y tecnología del proyecto, las reventaron con una carga explosiva prevista para el caso. “Ugolyok” y “Veterok” fueron los últimos perros del programa espacial soviético en 1966, realizando un vuelo de veintiún días a bordo del “Kosmos 110”. Y ellos sí pudieron ladrarlo.
(Créditos a quién corresponda)
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