La Arrogancia del sumiso


Daniel Martín.

Agosto/24

 

España, es una nación que durante trescientos años dominó el mundo, impuso su voluntad, humilló y sentenció a otras naciones, arrasó pueblos y se batió con fiereza por preservar unos dominios que siempre abarcaron más territorio del que se podía administrar con eficacia

 

 

Del español no podemos decir que haya sido nunca un pueblo interiormente bravo, todo lo contrario, cuanto más valor y arrojo ha demostrado allende sus fronteras, más sumiso se ha mostrado de puertas para adentro con todo tipo de sátrapas, iluminados, criminales, aprovechados, golfos y verdugos que ha tenido la desdicha de padecer. 

España, es una nación que durante trescientos años dominó el mundo, impuso su voluntad, humilló y sentenció a otras naciones, arrasó pueblos y se batió con fiereza por preservar unos dominios que siempre abarcaron más territorio del que se podía administrar con eficacia. Lo mismo que cualquiera otro de los imperios que han existido en el mundo. Sin embargo, España no ha sido una potencia exterminadora, al estilo anglosajón o teutón, lo nuestro fue siempre la integración, la confraternización y el compromiso humano en el desarrollo de aquellos pueblos bajo nuestra jurisdicción. Sin llegar ni mucho menos a la santidad que algunos pregonan, lo cierto es fuimos siempre más amigo que verdugo. 

No obstante, el pueblo español, al contrario del romano, el árabe o el anglosajón, nunca se benefició de la riqueza del imperio que sostenía con su sangre y sudor. Es un pueblo acostumbrado al padecimiento, a la escasez de todo, al trapicheo y la picaresca para sobrevivir, bravo y fanfarrón con el igual, pero siempre se ha mostrado servil con quien el poder ostenta, en la esperanza de alcanzar alguna miga caída de las opulentas mesas. 

Son pocos los momentos de nuestra historia, del último se van a cumplir noventa años, en los que algunos españoles (en genérico, que mucha española hubo que se arremangó también) valientes y honestos intentaron cambiar el orden de las cosas e ilusionados en un futuro mejor se afanaron en construir un país más equilibrado, justo y desarrollado. Todos esos intentos fracasaron ante la avaricia de los poderosos, la vileza de los traidores, la necesidad de los pobres, la cobardía de los sumisos, la arrogancia del mozo que con ser señor sueña, y la manipulación de las voluntades por parte de una muy influyente y opulenta Iglesia, siempre a la sombra del poder, con obispos gordos como reyes, que prometen a un pueblo inculto y aborregado la abundancia de una vida en el más allá, tras la muerte por hambre en el más acá. 

Nuestro país ha llenado las páginas de la historia de grandes gestas, de nombres de hombres y mujeres brillantes que cambiaron el mundo, que dejaron una impronta brava, y aunque no siempre honesta, la mayoría de las veces fue decente. Mucha fue nuestra influencia y en muy poco, sin embargo, influimos comparado con otros imperios. La decadencia llegó con la corrupción y la deslealtad de quienes nos gobernaron durante siglos, una decadencia y penar de vieja gloria que arrastramos hasta hoy, donde ya no vencemos a Nelson, pero vencemos a Jude Bellingham y lo celebramos como si hubiésemos clavado una pica en Trafalgar Square.  

España es una nación que terminará por morir de fatiga, pero saciada de la arrogancia del tonto, en el fervor del sumiso. 


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