El levantamiento del 2 de mayo

Jaime Tenorio.

Mayo/23

 

En la conmemoración del Dos de Mayo, quienes deberían ocupar la tribuna presidencial y desfilar por las calles, son los arrieros de Vallecas, las Manolas de Fuencarral, los taberneros de Velazquez y las chulaponas de Lavapiés, entre otros.

El dos de mayo de 1808, las fuerzas napoleónicas que ocupan España se aprestan a sacar del país a los hijos de Carlos IV, para conducirlos hasta Bayona. Los rumores sobre su traslado han corrido por todo Madrid y los madrileños se han agolpado ante el Palacio Real para impedir que los franceses puedan llevarse a los infantes. Las tropas galas disparan contra una indefensa multitud con la intención de dispersarla, pero lo que logran es desencadenar la furia de los madrileños que convierten la capital en un campo de batalla, sobre el que, al final de la jornada, yacen centenares de víctimas de ambos bandos. Murat ordena entonces y como escarmiento, el fusilamiento de multitud de ciudadanos que habían sido apresados por las tropa invasoras.

Fue aquella una acción bárbara que termina por soliviantar los ánimos de los indecisos y da lugar a que toda España, indignada con la crueldad del francés, se una en lucha y se extienda la rebelión por todo el territorio nacional, dando inicio a la Guerra de Independencia que concluirá en 1813 con la expulsión de los franceses de territorio hispano y al advenimiento de las cadenas, con la llegada de un rey felón y cobarde, Fernando VII de Borbón, que nada más bajar de su carroza, en olor de una multitud que lo aclama, se carga todas las libertades obtenidas con la sangre de su pueblo, mientras él se rascaba los huevos en Bayona aceptando el vino de Napoleón, y después mandaba asesinar a los valientes que, en su nombre, lucharon para devolver la dignidad a su reino y derramaron la valiosa sangre de los españoles para que él pudiera aposentar sus descomunales cojones en un trono, que le venía muy, muy grande, y nunca mereció.

En fin, lo de siempre.

En la conmemoración del Dos de Mayo, quienes deberían ocupar la tribuna presidencial y desfilar por las calles, son los arrieros de Vallecas, las Manolas de Fuencarral, los taberneros de Velazquez y las chulaponas de Lavapiés, entre otros; porque fueron ellos, el pueblo y no el ejército, salvo Daoiz, Velarde y cuatro más, -héroes, por cierto, a los que nadie conoce en este país, ni se sabe nada de su gesta en el Parque de Artillería, en aquella sangrienta jornada- quienes se levantaron contra el gabacho y tiñeron las calles madrileñas con su sangre; mientras la corte, los políticos, los banqueros y la curia, estaba en Bayona, haciéndole la pelota al Bonaparte, rodeados del lujo y esplendor que a los de su clase corresponde.

El ejército español, imperio aún, se quedó en los cuarteles, desarmado y obediente, no porque los soldados, pueblo al fin y al cabo, no tuviesen ganas de salir a las plazas madrileñas a participar de la orgía de sangre, sino porque, como siempre, leales y disciplinados, supieron cumplir las órdenes que recibían de unos generales ineptos y cobardes, que sólo servían para lucir vistosos uniformes y encabezar a las tropas en las paradas militares.

Fue el pueblo de Madrid, el que, el Dos de Mayo, le puso las peras al cuarto al mejor ejército de la época. Fue el pueblo de Madrid, el que salvó la dignidad de una nación y murió por defender a un rey abyecto, inútil, tirano y cruel, que estaba sostenido por una oligarquía financiera, política y religiosa tan venenosa para España, como el propio rey; pero que el pueblo sentía suyo y no extranjero, a pesar que lo de fuera nos convenía más. Fue el pueblo de Madrid, quien aquel día, “salvó” de la ilustración a esta nación brava y cerril y la puso en manos de gente ruin, miserable y sin el más mínimo asomo de decencia.

¡¡Viva el pueblo de Madrid!!

Y que vivan sus cadenas, si es que ellos las quieren.


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