Champollion, el traductor de los jeroglíficos egipcios



Armando López Murcia.

Diciembre/24.

 

 

La Piedra de Rosetta: Champollion y el desciframiento de la escritura jeroglífica

 

 

* Perdonen si, en las previas, servidor de ustedes -para lo que gusten mandar, siempre que sea poco y cerca- les da un poco la brasa con lo personal y autobiográfico.

 

Supongo no le interesará ni a Perri, pero para explicar este rollo que me voy a marcar debo aclarar que fue muy temprana mi fascinación por las Nefertitis, los Ramseses, los Tutankamones y el resto de peña que andaba de perfil haciendo el capullo con los brazos y las manitas puestas en pico de pato; arriba la que va delante del cuerpo y abajo la que se queda atrás. Porque así es como debe andar un egipcio, si es que quiere andar como Ra manda. Soy un enamorado absoluto de la civilización faraónica. ¡Ab-so-lu-to!

Cubierta de "Héroes en zapatillas", de Angelo Pisani, en su edición de 1974.

Imagen: Ediciones Paulinas.

Y es que, desde muy niño “Se me viene a la memoria, Egipto y toda su historia”. Y tuvo la culpa de mi egiptofilia -y de mi afición a la Historia en general- nuestra gloriosa en tiempos, ya fenecida y añorada (gracias a haber sido convenientemente colonizada y vampirizada por los políticos hasta su asesinato), Caja General de Ahorros y Monte Piedad de Granada. Y también mis queridos y añorados padres y mil, dos mil o cinco mil pesetillas, no recuerdo exactamente, de aquellas “rubias” que llevaban en el anverso la efigie de un señor cabezón y calvete y en el reverso un escudo con un pollo sobrealimentado, y que estaban bien difíciles. En una conjunción única y luego nunca repetida, allá por 1974, creo, los astros se alinearon para dos cosas: que la entidad ahorrista acordara que metiendo aquel pastizal para la época en una cartilla infantil te “endiñaran” el libro “Héroes en zapatillas”, y que mis padres tuviesen -raya en el agua- las “equis” pelas que nunca solían tener y decidieran ingresarlas a plazo fijo para que le dieran el dichoso librico al coñazo del nene. Y obróse el milagro.

Cubierta de "Héroes en zapatillas", de Angelo Pisani, en su edición de 2013.

Imagen: Editorial San Pablo.

Y en las manos de aquel párvulo repelente, tanto que ya sabía leer antes de ir al cole, cayó aquel cómic en el que, con graciosísimos pareados y ripios -muchos de los cuales nunca he olvidado-, se enseñaban las peripecias vitales de una buena panoplia de grandes personajes de la Humanidad, reales o ficticios, históricos o inventados, como Gengis Khan, Ulises, Aníbal, Iván el Terrible, los Hermanos Montglofier, Colón, Nerón, Guillermo Tell o Arquímedes, por mencionar a algunos…“A Arquímedes, se le acusa, de nacer en Siracusa”. 

En fin, que ya la hemos liado. Uno, es grandísima, como digo, mi pasión por la civilización que floreció en la Antigüedad gracias a los aluviones del Nilo. Dos, este diciembre se cumplen 234 añazos de la venida al mundo de un chavalete, francesillo él, al que le vamos a dedicar esta efemérides mensualcomo si se tratara de cuestión relacionada con la conocida marca de tintes para la cabellera femenina -porque él lo vale- y que no es otro que Jean François Champollion (Juan Francisco para los amigos).

Imagen: Jean François Champollion. Museo del Louvre

Jean François Champollion, conocido como Champollion "el joven", quien nació en Francia en 1790 y murió en la misma Galia en 1832, es considerado el padre de la egiptología por haber logrado descifrar la escritura jeroglífica, gracias a su comprensión de la piedra Rosetta, dejando a años luz al británico Thomas Young, quién quizá se pavoneó en demasiado. 

A lo largo de su vida, e incluso después de su muerte, los trabajos de Champollion fueron objeto de controversia por la comunidad científica.

Por el nombre, salvo muy cafeteros, no les dirá nada probablemente, pero yo les aclaro que fue un erudito francés que nació un 23 de diciembre de 1790, que era tela de listo y que sabía un huevo (o los dos) de los jeroglíficos que grabaron, esculpieron y pintaron durante generaciones los paisanos de Cleopatra. Como el hombre había estudiado a tope el tema y se había dejado los cuernos dándole vueltas a aquellos garabatillos tan monos que los antiguos egipcios hacían por todas partes, dedujo que aquellos símbolos no eran ideogramas sino una forma de escritura con letras individuales que formaban palabras, incluso frases… en lo que, a su juicio, debía ser un lenguaje con transcripción fonética. Y aunque la cosa no pintaba nada halagüeña, porque nadie le había encontrado la púa a aquel trompo hasta entonces, estaba aburridillo y no tuvo otra cosa que hacer que empeñarse en desentrañar el misterio. Perseveró, perseveró, estudió, analizó, observó, tuvo algo de suerte y….. ¡Eureka! 

Pero…. ¿Cómo pudo conseguir tal logro? 

 

Francia y el Antiguo Egipto: fascinación y rapiña.

 

Tras milenios de uso, en el 394 d.C., se sabe que un 24 de agosto, se grabó la última inscripción jeroglífica en los muros del templo de Isis en la isla de File, en el Alto Egipto. El triunfo del cristianismo llevó a que Teodosio I prohibiese los ritos paganos en todo el Imperio romano y, de esa manera, aquel conjunto de símbolos fuese relegado al olvido y, con ello, toda la civilización egipcia. Y aquel ostracismo se mantuvo durante los mil quinientos años siguientes, año arriba o abajo.

A finales del XVIII, los escasos aventureros que viajaban al país del Nilo, que fueron especialmente los franceses, inventores del “tourismo”, creían que aquellas ilegibles inscripciones simbólicas que aparecían talladas en las monumentales ruinas y pintadas por doquier en las paredes de templos y tumbas eran meros pictogramas, sólo signos conceptuales, sin poder imaginar siquiera que formaban parte de un lenguaje y, mucho menos, hablado. Y, para remate del tomate, tendría lugar el hallazgo de una lápida, la piedra de Rosetta, que fue el punto de inflexión de todo aunque, en principio, nadie tenía puñetera idea de lo significaba lo en ella grabado.

Comenzando 1798, los gabachos, tan revolucionarios y guillotineros ellos, no soportaban que el Mediterráneo estuviera absolutamente dominado por los ingleses, a quienes consideraban como sus mayores enemigos, porque el almirante Nelson los traía de cabeza, jorobados y bien jorobados, hundiendo a cañonazos hasta los barquitos de papel de los juegos de “les petits enfants de la patrie” en las bañeras de sus casas, el que la tenía.

Al mismo tiempo, a París había regresado desde Italia un general tan joven como bajito. Volvía triunfante de desalojar a los austríacos del Piamonte a base de cogotazos, tenía grandes dotes de mando y liderazgo, y su arrojo personal y el ser un lince como estratega le habían granjeado gran popularidad entre el ejército a su cargo. Se trataba de un tal Napoleón Bonaparte. Era un tipo igual de pequeño en estatura que de grande en carisma y ambiciones políticas, lo que ponía de los nervios a todo un Directorio que, agradecido a él por las glorias que había procurado a la Francia revolucionaria en el campo de batalla, vislumbraba que aquel galonado uniforme, aun siendo diminuto, no era otra cosa que un saco sin fondo de problemas, un grano en el culo a la larga. Y no tan a la larga. Como, no obstante, siendo bastante porsaquero, era un genio en eso de la guerra, para mantener entretenido y lejos de los ambientes conspiratorios de la capital a aquel militar intrigante se le propuso diseñar y dirigir la osada operación de invadir Inglaterra. Era el hombre adecuado para ello.

La manifiesta superioridad naval de los británicos hizo que el pequeño general desechara pronto la idea del asalto directo a la pérfida Albión, pero sí pensó en hacerles mucha pupita donde más duele siempre, en el bolsillo, una idea a la que no paró de darle vueltas bajo su bicornio negro durante el resto de su vida. Y el tema se había puesto que ni pintado: como los ingleses acababan de perder sus colonias americanas, dependían exclusivamente de las materias primas que les llegasen desde la India por lo que, si se lograba cortar la conexión de la metrópoli con su colonia asiática, el Imperio británico palmaba, sí o sí. Y la mejor forma de interrumpir los suministros hindúes era conquistar Egipto y Siria, entonces bajo poder otomano, para ocupar después el subcontinente y cortarles el rollo a los británicos de una vez por todas.

El plan, que pretendía convertir la tierra de los faraones en un protectorado francés, a pesar de ser muy arriesgado obtuvo finalmente la aprobación del Directorio. En Francia, se desató una ola de interés por la egiptología gracias al propio Bonaparte, que era un confeso apasionado de la antigua civilización egipcia y que, en sus delirios de grandeza, soñaba con seguir los pasos de Alejandro Magno; así que tiró para adelante, auxiliado por los mejores generales galos del momento, con casi cuarenta mil hombres (contando la marinería, cifrada en unos diez mil), con un millar de cañones y con setecientos caballos con los que enfrentarse a los mamelucos, dueños del territorio desde hacía siete siglos. 

El 10 de mayo de 1798, tras desembarcar en el puerto de Alejandría, pésimamente defendida por Mohamed el-Khoraim, una gran armada gala compuesta por 40.000 hombres, más de mil cañones  y una decena de buques de línea que habían partido de Tolón el 10 de mayo, puso pie en Egipto dirigida por el genio militar de Napoleón Bonaparte.

Imagen: Alejandría es tomada al asalto por los franceses. Grabado del siglo XIX.

Y comenzó la conocida como “Expedición de Egipto” que, a la larga, terminaría siendo un fracaso, pero gracias a la cual Europa pudo descubrir -entre la admiración y el expolio- las maravillas faraónicas por las que Napoleón se encontraba deslumbrado.

La ambiciosa campaña egipcia, no solo fue una expedición militar, sino también una misión científica y cultural que cambió para siempre el entendimiento occidental del Antiguo Egipto, a la vez que provocó una controvertida rapiña sobre sus tesoros cosa que, por otra parte, era típica en las invasiones francesas por el mundo (y si no, que nos pregunten a los españoles), muy amantes de llevarse “souvenirs” de los lugares visitados para quedárselos para siempre y hacer impresionantes museos con las piezas histórico-artísticas aborígenes afanados “in situ”.

 El 21 de julio de 1798, una fuerza del ejército francés se enfrentó y destrozó a un contingente local de Mamelucos (un ejército mezcla de mercenarios y esclavos que luchaban a favor de la dinastía Abasi) cerca de la explanada de las pirámides.

Imagen: "La Batalla de las Pirámides" (1810) de Antoine-Jean Gros. Museo de Versalles.

Al contingente castrense se unió un millar de civiles, entre los que iban ciento sesenta y siete científicos y especialistas, conocidos entre los militares como «los sabios» (ingenieros, matemáticos, astrónomos, naturalistas, dibujantes, pintores, poetas, etcétera), que debían llevar las “luces” de la Ilustración a un país que permanecía en el medievo en manos de los turcos y al que los intelectuales franceses atribuían ser la cuna de la civilización occidental. Y, además, los estudios egiptológicos sobre el terreno incrementarían el prestigio intelectual de Francia, lo que redundaría en beneficio de la popularidad de Napoleón y de su hambre de poder.

Tras partir a mediados de mayo difundiendo que iban a atacar Irlanda para confundir a los ingleses, y tomando Malta al paso el 11 de Junio, las tropas napoleónicas desembarcaron y ocuparon inmediatamente, el 1 de Julio, Alejandría. En pocos días, los franceses llegaron a las inmediaciones de El Cairo. El 21 de julio se desarrolló la que sería conocida como la “batalla de las Pirámides”, en la que poco pudieron hacer las espingardas, las lanzas y los alfanjes de los magníficos jinetes mamelucos frente a la potencia de fuego de la mosquetería y la cañonería francesas. Francia obtuvo El Cairo y el Bajo Egipto. Como se resumía en “Héroes…” refiriéndose al bueno de “Napo”: “En una noche callada, se fue a Egipto con su armada, y almacenó en mil cajones, tesoros de faraones. Y la esfinge, que allí estaba, enigmática miraba, y se inclinaba hacia abajo para ver al renacuajo”.

El punto de inflexión: la piedra de Rosetta

 

Y entre los millones de piezas objeto del saqueo napoleónico a lo largo y ancho del país, estuvo la llamada “Piedra de Rosetta”, encontrada de pura chiripa por los soldados en julio de 1799, mientras cavaban los cimientos de una fortaleza cerca de la ciudad de Rashid (Rosetta), en el Delta del Nilo. Y se cuenta que el oficial a cargo, Pierre-François Bouchard, advirtió inmediatamente la importancia del descubrimiento de aquel trozo de piedra, rota e incompleta, que era una porción de una piedra mayor y que contenía un mensaje grabado en tres tipos de escritura.

Con el tiempo se sabría que la inscripción es una de las varias copias que se hicieron de un decreto oficial en el que, en torno al 196 a. de C., los sacerdotes del templo de Menpfis muestran su apoyo al rey Ptolomeo V, esculpiéndolas sobre grandes estelas para que fuesen colocadas en todos los templos de Egipto. Lo importante es que el texto se hallaba inscrito en tres lenguajes: catorce líneas de escritura jeroglífica (propia del uso sacerdotal), 32 líneas en demótico (la última fase cursiva de la escritura egipcia, derivada del hierático, lengua nativa sencilla utilizada para propósitos diarios, que significa 'idioma del pueblo') y cincuenta y tres líneas en griego antiguo (idioma propio de la administración egipcia tras la conquista de Alejandro Magno y perfectamente conocido por los historiadores). Era como un diccionario gracias al griego; sólo que habría que encajar algunas piezas en las otras dos caras del puzle para poder abrirlo.

A pesar de grandes victorias y de conquistar muchísimo terreno, al final, a Napoleón le fue en Egipto como el pompis. Fue derrotado por los ingleses y hubo de firmar la rendición mediante el “Tratado de Alejandría (1801), y la piedra se fue, junto con otras muchísimas antigüedades, a Inglaterra para acabar en el Museo Británico.

Imagen: Piedra de Rosetta. Museo Británico

El erudito y sus hallazgos: el fin del silencio

 

A partir del sensacional hallazgo, multitud de eruditos de varias nacionalidades quisieron estudiar la lápida.

Y aquí entra, y destaca, monsieur Champollion, nuestro hombre, quien desde su más tierna infancia había demostrado ser un “coquito” para esto de la lingüística y que se había encoj…. empecinado en descifrar aquellos dibujitos -que presentía como un lenguaje coherente- en base a sus conocimientos de copto, lengua que consideraba la llave para ello. Hasta entonces, los especialistas habían obtenido unos resultados paupérrimos en los intentos y sólo se había conseguido “traducir” algunos nombres y términos del “período tardío”.

Acababa Juan Francisco de sobrepasar la veintena cuando, en 1821, tras años de analizar cientos de textos egipcios antiguos abordó el análisis de la piedra de Rosetta. Ésta ya había interesado a otros eruditos como el británico Thomas Young y el francés Silvestre de Sacy, profesor de lenguas orientales del propio Champollion. Young (con quien Champollion mantuvo amistad y una amplia relación epistolar antes de convertirse ambos en rivales y acabar como dos por tres calles) hizo importantes descubrimientos como que los nombres propios se enmarcaban dentro de un "cartucho" y la deducción de que el “demótico” era un lenguaje derivado del jeroglífico.

Por su parte, Champollion se dió cuenta de que algunas grafías y sonidos del lenguaje copto eran clavaditos a ciertos signos de la piedra, con lo que corrigió y trasladó a la fonética un nombre real que aparecía en el edicto, “Ptolomeo”, un punto de partida para avances posteriores. Y ello le llevó a preguntarse si el desarrollo fonético de aquella escritura de símbolos  la acompañó desde el inicio o fue más tardío.

Imagen: jeroglificos dibujados por Jean François Champollion en su cuaderno de campo. Cordon Press-National geographic

El 14 de septiembre de 1822, trabajaba sin descanso en su despacho de París sobre una inscripción copiada de un templo en Abu Simbel. Primero se topó con un nombre que no le resultaba conocido en absoluto pero del que estaba seguro pertenecía a un faraón por encontrarse los signos dentro de un cartucho ovalado. Reconoció los dos últimos signos como "s-s" y el signo precedente, equivalente a muchos ya vistos por él, como “m”; además, el primer símbolo del nombre, era un dibujo estilizado del sol. Como en copto "sol" suena "re" (como el nombre del antiguo dios solar egipcio), el nombre que tenía ante sus ojos podía leerse "Re-ms-s-s" (Ramsés).

Se topó con un segundo cartucho, con los signos "ms" y "s", representando el primer glifo un ibis (animal sagrado del dios egipcio de la escritura, Tot), por lo que si el ibis realmente representaba a Tot, e iba seguido de "ms" y "s", el nombre resultante sería "Tot-ms-s" (Tutmosis), otro de los grandes faraones de Egipto.

Emocionado, salió corriendo hacia el “Instituto de Francia” para ir a ver a su hermano Jacques-Joseph (con quien se hallaba muy unido y que siempre le había apoyado) y, entrando como una exhalación gritó “Lo tengo”, tras lo que cayó desmayado a causa de la excitación y los muchos días sin dormir.

El 27 del mismo mes, el joven lingüista presentó sus hallazgos ante la “Academia de Inscripciones” parisina, llegando a decir de la escritura jeroglífica, cuyo descifrado tanto esfuerzo le había costado, que "es una escritura a la vez pictórica, simbólica y fonética dentro del mismo texto, la misma frase, y me atrevería a decir incluso dentro de la misma palabra".

Obviamente, la traducción de los jeroglíficos egipcios no es obra de una sola persona -debe mucho al trabajo de muchos especialistas-, pero Jean-François Champollion ha tenido el honor, por su principal contribución, de pasar a la Historia como el padre la lingüística egipcia.

Siguió estudiando jeroglíficos y cumplió su sueño de viajar a Egipto, pero la cosa se truncó bastante pronto. El pobrecillo Champollion se fue a tomar viento al quedarse como un pajarillo de un infarto fulminante con sólo 41 años. Aquel ataque al corazón truncó la brillante y prometedora carrera de un sabio al que nadie podrá arrebatar el impagable merito de haber devuelto la palabra, la voz y la vida a una civilización que tuvo su esplendor durante siglos en los márgenes del Nilo y que quedó enterrada en el silencio por el transcurso del tiempo, los fanatismos y la arena

 del desierto, hasta que el capricho de un general francés que llegaría a emperador y el denuedo de un erudito nos la trajeron de vuelta y la pusieron en un candelero en el que se mantiene hasta hoy.Y ante la belleza de esos jeroglíficos, ya desprovistos de su misterio milenario, vuelvo a la patria de mi infancia y a las páginas de aquel libro maravilloso en el que la rimilla que mantengo en el recuerdo, llena de gracejo, decía:

“En Egipto, tierra de ajos, se adora al escarabajo; y sacan a pasear, las culebras con collar”.


Valoración: 3 estrellas
2 votos

Añadir comentario

Comentarios

Todavía no hay comentarios