Cuaderno de Bitácora de un cosmonauta español
Josemi Montalbán.
Capitulo I.
Año I de navegación.
Primer mes solar.
Día I.
- (Digo yo, basándome en lo que me dice mi estómago, que a eso de media mañana, pero vaya usted a saber porque aquí, en el espacio, siempre es noche cerrada)
Lugar desconocido. En algún punto del cosmos.
Me he despertado del sueño inducido por los ingenieros y doctores de la Agencia Espacial Española, al inicio de la misión Colón. Un proyecto ideado por el Ministerio de Turismo y Festejos, en colaboración estrecha con la hispana Conferencia Episcopal, que pretende convertir a España en la primera potencia espacial que llevaba una efigie de Jesús del Poder a Marte. Porque, al igual que hicieron los misioneros y evangelizadores que acompañaron a nuestros andaluces y extremeños en la colonización de América, llevar la verdadera religión a un lugar tan lejano como el planeta rojo, solo lo podía hacer un español, no uno de esos arrogantes yanquis de vida licenciosa y fe protestante, ni por supuesto un comunista ruso, ateo y de licenciosa vida, ni tampoco un maoísta chino ligerillo de cascos y moral distraída. No. Debía de ser un español verdadero, de noble y ancestral linaje católico, pero ninguno de ellos quiso arriesgar su vida en esta disparatada misión, de modo que me eligieron a mí, que nací de la semilla que un padre originario del Atlas, y que cruzó el estrecho en patera cuando solo tenía doce años, cansado de pasar hambre y las palizas de su padre, plantó en el vientre de una madre que, partiendo desde Ouarzazate, llegó a España en patera cuando apenas había cumplido los dieciséis, huyendo del hambre y el pastoreo de las cabras de un morabito poco morabito y con las manos largas, ambos cambiaron todo aquello por el hambre de los invernaderos de El Ejido y las palizas del negrero negro que le hacía el trabajo sucio al hispano patrón.
Unos padres que, derrochando sacrificio y sin comer mucho, lograron darme la oportunidad de doctorarme en ingeniería aeroespacial y especializarme en Astrofísica, unos estudios que me han servido de mucho, primero porque mis vecinos dejaron de llamarme “moromierda”, y comenzaron a dirigirse a mí como don José Ali, que esa es mi gracia, por voluntad de mis padres que así me bautizaron en la Iglesia de Santa Justa y Rufina de Orihuela, localidad en la que mis padres terminaron recalando, porque en su empeño de integrarse en el nuevo país, se hicieron adeptos a la secta mayoritaria de la fe que en las tierras del CID se practica, casi desde que Cesar apioló a un tal Viriato.

"Toda arrugadita y acartonada, encogidita sobre sus rodillas, tan esmirriadita ella, y hediendo a podrido que no se lo pueden imaginar."
Imagen: IA Alternativa Mediterráneo.
Desde el mismo génesis de la misión Colón, la Iglesia insistió en que los elegidos para “la gloria” debían ser españoles de pureza de sangre contrastada, católicos y de vida ejemplar, para ser los embriones de “la nueva humanidad” que colonizaría el planeta rojo, porque los marcianos debían ser todos descendientes de quien escribe este diario y mi compañera de aventura, Lidia Fonseca de Tarradellas y Puig, una catalana (ella fue la concesión que los nacionalistas nacionales hicieron a los nacionalistas periféricos, ya saben ustedes que en España somos muy de mantener las formas en lo formal), doctora en Biología y especializada en biodiversidad y biotecnología, una moza guapa y con buenas tetas, que debió de ejercer de Eva, para este desdichado Adán, además de ejercer como médico de la misión y junto a la que, ese era el plan original de la AEE, debía formar una nueva raza hispana de la especie humana en Marte.
Pero algo ha salido mal. Algún subsecretario ha debido metar la pata, y se olvidó de pagar la luz, la consecuencia es que, en algún momento de nuestro viaje, la compañía eléctrica cortó el suministro y el congelador donde, plácida, dormía Lidia, dejó de congelar y claro el aspecto que ofrecía mi compañera cuando la fui a ver después de mi letargo no era precisamente el de alguien que despertarse la lívido a nadie. Pobre. Toda arrugadita y acartonada, encogidita sobre sus rodillas, tan esmirriadita ella, y hediendo a podrido que no se lo pueden imaginar. De modo que he abierto la ventanilla del habitáculo de tripulación y la he tirado por la misma. Yo esperaba verla caer a plomo, pero en lugar de eso se ha quedado flotando junto a la nave un buen rato, mirándome con sus ojos sin ojos y reprochándome mi poca delicadeza con su boquita momificada.
La verdad es que era muy estirada y nunca me resultó simpática.
Lo cierto es que como aquella imagen me daba un poco de “yuyu”, decidí meter la primera y he pisado el acelerador a fondo, hasta que la he visto desaparecer en el confín de la nada.
Tengo hambre, voy a ver si aún se puede comer el Cuscús que mi madre escondió a los requisadores de la AEE oculto entre mis cosas de aseo metido en una fiambrera.
(Continuará)