Remembranza de un Ícaro
Elepé
Septiembre/23
En los albores de la década de los 60, cuando el mundo aún soñaba con alcanzar las estrellas, un grupo de intrépidos ingenieros de la NASA se embarcó en un proyecto revolucionario. Sus mentes brillantes se enfocaron en diseñar paracaídas con campanas semiesféricas y celdas inflables, no para proteger a astronautas en el espacio exterior, sino para recuperar cápsulas espaciales que regresaban a la Tierra. Así nació el primer capítulo de la emocionante saga del parapente.
Sin embargo, la historia del parapente como deporte extremo verdaderamente despegó en 1978, cuando un grupo de valientes paracaidistas franceses decidió tomar el cielo en sus propias manos. Abandonaron las comodidades de los aviones y se lanzaron desde las empinadas laderas de las montañas, utilizando paracaídas rectangulares previamente desplegados. Este valiente acto marcó el inicio de una nueva era en el mundo de la aventura. Recordemos que el parapente viene de francés “parapente”, acrónimo de parachute, paracaídas y pente (pendiente). Es una aeronave más pesada que el aire capaz de generar sustentación por sus propios medios.
Los primeros años no fueron fáciles, y las estadísticas pintaban un panorama sombrío. Los saltos de exhibición tenían una alarmante tasa de fatalidad de 6.4 por cada 100,000 intentos. Era un recordatorio constante de que el parapente, aunque no se podía calificar como un deporte extremo, estaba lejos de ser una actividad sin riesgos. En comparación con la aviación general y el paracaidismo, el parapente mostraba ser casi dos veces más peligroso.
A pesar de estas adversidades, los amantes del parapente persistieron. Reconocieron que este deporte no era solo una aventura, sino una disciplina exigente que requería control, destreza y una instrucción adecuada. La confianza en exceso podía llevar al descuido, y la clave para disfrutar del parapente sin sobresaltos era cumplir con los requisitos mínimos y encontrar ese momento mágico en el que uno se sentía preparado para alzar el vuelo.
El haberme librado del servicio militar, lo que a menudo se denominaba “tocarte la lotería” y que cuento en la anterior remembranza ( https://mediterraneoalternativa.webador.es/alsoniquete-agosdsto23 ) pudo haber influido en la decisión de realizar esta actividad de riesgo.
Cuando nos enfrentamos a lo desconocido, ya sea en el mundo de las finanzas, una intervención médica o la visita a un país extranjero, a menudo sentimos una cierta inseguridad interna. Sin embargo, debo decir que mi experiencia fue maravillosa, y todo comenzó en la barra de un bar típico y afamado de Granada llamado Las Bodegas Castañeda.
Allí conocí a Carlos, un hombre con una sonrisa encantadora, amigable y deseoso de conversar. Hoy en día, lamentablemente, parece que se ha perdido esta forma de comunicación tan directa. Carlos acababa de regresar de Suiza y, entre "Calicasas", me contó sobre su actividad como instructor de un deporte que recién se estaba introduciendo en España: el parapente. Fue emocionante escuchar sus historias sobre vuelos en diferentes lugares del mundo y su pasión por este deporte.
Al día siguiente, quedamos para que me enseñara los conceptos básicos del parapente. Recuerdo que era primavera y encontramos una llanura cerca de Monachil con ligeras ondulaciones, perfecta para desplegar el parapente y tomar la primera de las dos lecciones que tuve el honor (o locura) de recibir. En la primera "clase", Carlos subrayó la importancia de asegurarse de que todas las líneas y bandas del parapente estuvieran bien colocadas antes de dar un fuerte tirón y mantenerlo en equilibrio sobre la cabeza. Luego, había que dar unos pasos y tenerlo bien sujeto. Así pasé toda la tarde.
Carlos notó mi entusiasmo y me animó a dar el salto definitivo, pero había un requisito importante: obtener la licencia deportiva con su seguro. Rápidamente, completó este trámite burocrático y, en cuestión de días, me encontraba con el parapente desplegado, un walkie-talkie colgado del cuello y escuchando solo el sonido del viento desde el Cerro Sanatorio, una llanura que albergaba las ruinas del antiguo Sanatorio Antituberculoso en el Purche (Monachil).
Mientras tanto, Carlos estaba abajo, en el punto de llegada, observándome con unos prismáticos y comunicándose conmigo a través del walkie-talkie, me decía:”Luis, ¿me escuchas?", "¡Tranquilo!", "¿Todo va bien?", "¿Cómo está el cataviento?", siendo este, una tira colocada en un poste que indicaba la dirección del viento. Si se movía mucho hacia arriba, debía esperar para lanzarme.
Durante esta breve pero gratificante experiencia de cumplir con el sueño humano de volar, pude conocer a otros compañeros. Este deseo de volar parece estar arraigado profundamente en el ADN del "Homo sapiens". Somos criaturas excéntricas, dispuestas a arriesgarlo todo para cumplir con el audaz sueño de lanzarnos al vacío desde las alturas, incluso si eso significa jugarnos la vida en el proceso. No olvidemos la hazaña del austriaco Felix Baumgartner, quien se lanzó desde una altitud de 39,000 metros para experimentar emociones intensas.
Un día, Carlos apareció acompañado por un joven al que conocía de la noche granaína. Resultó ser el propietario de una de las primeras teterías de la calle Calderería. Su nombre no lo recuerdo claramente (y le pido disculpas por ello), pero siempre destacaba por sus ojos pintados o tatuados, su habilidad para mantener conversaciones fascinantes y su esbeltez notable. Este joven Ícaro, debido a su ligereza, parecía flotar como una pluma en el aire. El peso ideal para volar suele oscilar entre los 45 y los 90 kilos, y la situación con él resultaba cómica, ya que ascendía con facilidad, lo que nos llevaba a tener que sujetarlo por los pies con frecuencia. La única solución que encontramos fue fabricarle un cinturón de piedras para equilibrar la situación. Anécdotas como esta eran habituales durante aquellos días con los intrépidos recién llegados que se aventuraban en el Purche.
En otra ocasión, una joven no pudo evitar chocar con un olivo durante el aterrizaje. Afortunadamente, no sufrió lesiones graves, pero el ala quedó destrozada.
Personalmente, yo era solo un aficionado y me aventuré a saltar unas veinte veces, suficientes para realizar maniobras como deslizamientos en la ladera, los famosos ochos, giros de 360 grados y otras acrobacias, así como para enfrentarme a situaciones de peligro, como el despliegue inesperado de una de las alas durante un vuelo, lo que me llevó a una caída libre. Afortunadamente, recordé las instrucciones de Carlos para estos casos y pude recuperar el control tirando de las bandas. También tuve un incidente con cables de alta tensión en la zona, que logré esquivar, pero que acabó en una mala caída.
Para concluir, me gustaría mencionar que, en 1989, en el Purche, un lugar pionero para los saltos en parapente en Granada, aparte de Carlos, también se encontraba un capitán militar y los hermanos Morillas, destacando como tetracampeón mundial Ramón Morillas. En resumen, sabemos que Ícaro voló y se derritió. En mi mente, no estaba previsto que las cosas terminaran mal, especialmente cuando comenzaba una gira intensa con el grupo musical La Guardia, cuyo nombre, irónicamente, era "Cuando brille el sol". No debemos jugar con el destino que nos brinda el hermoso vuelo que es la vida, sobre todo al saber que unos meses más tarde, Carlos sufrió un grave percance en un vuelo que requirió la intervención de la Guardia Civil para rescatarlo.
Sigamos volando y que se cumplan esos sueños que todos llevamos en la mochila de nuestra existencia.
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